María Laach

Paisaje y arte se unen en un cono volcánico al lado del Rin, para crear un espacio cargado de hermosura

María Laach

Por Tomás Alvarez

En medio de la arboleda emergen las robustas torres románicas, como una poderosa sinfonía de azules y blancos que parece querer huir del tiempo, a través de un cielo nuboso y plomizo.

El espectador sospecha por un instante que aquello que contempla no es sino un sueño lejano en el que se funden arquitecturas de otros tiempos y un paisaje imposible, cuajado de tonos ocres, amarillentos y púrpura. Una lluvia suave, como caricia de rocío, le saca del ensimismamiento. Luego un cartel le recuerda que ante él se halla la magnífica abadía de María Laach.

Parece mentira que a pocos minutos del trasiego del Rin podamos encontrar un rincón donde el tiempo se ha detenido; un enclave propicio para el paseo por las umbrías, contemplando las apacibles aguas de un lago rodeado de praderas y bosques, sobre los que emergen las flechas románicas de un poderoso monasterio.

Estamos en los terrenos de la abadía de María Laach (Abbatia Sanctae Mariae ad Lacum), en la diócesis de Tréveris, algo al norte de Coblenza y a tan sólo 14 kilómetros del caudaloso Rin.

Es ésta una abadía benedictina, situada a la vera de las aguas de un lago volcánico, el Laacher, en Renania, en las estribaciones orientales de la región montañosa de Eifel.

Corrían los años finales del siglo XI (1093), cuando un conde palatino del Rin, Enrique II de Laach, fundó un centro religioso dependiente de una abadía de los Países Bajos. El mandatario trajo monjes procedentes de Tréveris y Brabante y donó al centro tierras del Rin y del Mosela.

Aquel establecimiento religioso benedictino tuvo un importante desarrollo tanto en lo que se refiere al arte como a la cultura, durante los siglos XII y XIII, proceso que continuó, con altibajos, durante los siglos posteriores, consolidándose María Laach como un foco humanístico notable. Más tarde llegaron tiempos agónicos. El siglo XIX resultó dramático.

En los días de Napoleón, la abadía fue suprimida y tras la derrota francesa lo que quedaba de ella se puso en manos del gobierno de Prusia, que en el 1824 la vendió a particulares. Un incendio la devastó en el año 1855. Después de tantos dramas, en 1862 los jesuitas compraron la propiedad y el monasterio tuvo un breve renacimiento. En el centro religioso se ubicó un colegio, se rehicieron algunos elementos arquitectónicos y se recreó la biblioteca.

Expulsados los jesuitas en 1873, el monasterio quedó regentado por un lego administrador hasta 1892, cuando volvió a manos benedictinas, restaurándose la iglesia con apoyo estatal. El templo fue reinaugurado en 1897 por Guillermo II.

Hoy, la iglesia de María Laach sigue siendo una magnífica obra, que recuerda a otros grandes templos románicos como el de Spira. Ha sufrido algunas restauraciones, pero muestra su orgulloso aspecto primitivo.

Es un edificio original del siglo XII y tiene planta de cruz latina. Su austero interior contrasta con un exterior que exhibe su gran poderío arquitectónico, con sus múltiples torres. Las del flanco occidental van precedidas por un bellísimo pórtico, El Paraíso, realizado entre 1220 y 1230 por canteros borgoñones, que dejaron un trabajo lleno de armonía y ligereza.

En el lado occidental de la nave principal está la sepultura del conde palatino fundador de la iglesia y del monasterio. Otra tumba interesante está en la cripta; es la del primer abad, Gilberto, monje que procedía del monasterio Affligem en Brabante. La cripta es particularmente hermosa y corresponde a la parte más primitiva de la obra (El arzobispo de Tréveris inauguró la iglesia en 1156, con la cripta y la estructura de la nave).

El conjunto natural y artístico de María Laach recibe multitud de visitas. El edificio es un prototipo del arte religioso alemán y el paisaje también tiene mucho atractivo. El lago volcánico es el más grande de Eifel, y tiene 2,5 kilómetros en su parte más alargada por 1,8 de anchura. Muchos visitantes a la zona no resisten la tentación de bordearlo.

La vegetación del entorno de la abadía es magnífica, y toma tonos especialmente románticos en los días de octubre, con la otoñada, cuando el cinturón verde del cráter se cubre de colores amarillos y rojizos.

Para los viajeros que buscan la emoción religiosa también está el placer de escuchar la misa mayor, oyendo los cánticos de la comunidad benedictina. Arte y música también conducen a la armonía, a Dios.

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