Nicolás Miñambres

Ecos desesperanzados

Nicolás Miñambres, para el suplemento Filandón, de Diario de León

Hay en la cultura española intelectuales que no olvidan sus orígenes rurales de la posguerra. En su condición de aristocracia cultural subyacen vivencias personales tan intensas que se convierten con frecuencia en paradigma universal de variadas referencias. Una de ellas es la preocupación por la cultura milenaria que empieza a dar los últimos estertores. Abundan los escritores que quieren ser cronistas de este desmoronamiento imparable y dramático. Este es el caso de Tomas Álvarez, que, situado en las altas cotas del periodismo nacional, no olvida el proceso de destrucción y muerte que siguen sus tierras de nacimiento. Este es el trasfondo argumental que sirve de soporte literario a su novela El canto del alcaraván, un ave totémica en el pasado pero desconocida por las nuevas generaciones. No estaría de más llevar a cabo una relectura Alfanhuíla admirable novela de Sánchez Ferlosio, en la que el alcaraván tiene un admirable significado.

El comienzo de la novela es lírico en principio. Al aire que silva se une “el indescifrable gorjeo del agua transmitía una sensación de frescor; llegaban desde muy lejos los extraños cantos nocturnos del alcaraván”(p.11) Pero son cantos que el lector deberá considerar como negativamente premonitorios al final de la obra.

Es la víspera de la fiesta de Vallegrande, pero la celebración será el final de un ciclo histórico, como el canto del alcaraván es el final de una especie ornitológica. El ambiente de este bello pueblo es escenario de múltiples soledades. Se anticipan los detalles de un final al que colaboran las actitudes de los distintos personajes, actitudes que son índice de un cambio social, distinto al comportamiento secular de estas gentes. El novelista anticipa gestos que no corresponden a lo que este pueblo fuera en otro tiempo.

La humanidad de Vallegrande va sintetizándose paulatinamente en dos personajes: Jose Onésimo (de connotaciones onomásticas fácilmente identificables) y Demetrio simbolizan los extremos del mundo rural: la tradición de la familia clásica y la de la familia desarraigada, respectivamente. Con todo, ambos personajes distintos entre sí, representan uno de los más hondos sentimientos humanos, el de la soledad y la falta de horizontes personales. De ahí que ambos sean denominados “desertores” en el capítulo quinto, dado que han decidido ampliar su horizonte vital. De forma bastante gratuita, injustificada, aparecerán en Madrid en un curioso proceso de “deux ex machina”. Madrid será la etapa intermedia en este proceso vital. En la capital de España los dos amigos de Vallegrande quedarán pertrechados para iniciar nuevos rumbos vitales y profesionales que hallarán su materialización en tierras del Mediterráneo.

Así comienza la segunda parte de la ora, el “Libro segundo”. Madrid ha sido el punto central de la diáspora sicológica y profesional. Y a partir de este momento, José Onésimo y Demetrio confirmarán trayectorias brillantes en lo profesional, pero sombrías en lo íntimo. Todo conduce a un desenlace dramático. En el fondo, el lector piensa si no subyace un mensaje en estas páginas: el clásico menosprecio de la corte y alabanza de la aldea. No sería el peor de los mensajes que la obra puede ofrecer