Se ha hablado mucho del “fin del papel” a manos de los dispositivos electrónicos, pero el lector encuentra un goce especial al sujetar en sus manos un libro excelente, con valiosas ilustraciones, y una edición excepcional.
“Cosas de la bucólica. La gastronomía del Quijote” es de esos textos que abarcan la totalidad y que exige impresión en papel.
Tomás Alvarez realiza un extraordinario ejercicio de investigación sobre la gastronomía cervantina, donde se une la erudición a la belleza del lenguaje, en tanto que el autor de las ilustraciones, el pintor Sendo, libera su vigorosa creatividad, en la que brilla el vigor de lo gestual. Por si fuera poco, como aperitivo a todo ello, Luis María Anson abre el texto con un sugerente acercamiento al binomio de cultura y gastronomía.
Este libro, que alguien ha calificado como “pequeña obra de arte” se ciñe a la letra cervantina, con objetividad, sin “inventarse” recetas ni forzadas identificaciones regionales. Es excelente la labor del escritor al desvincular la comida quijotesca del regionalismo manchego. Porque mesas y productos son hispanos y aún de allende de las fronteras. Cervantes fue un genio universal y no merece ser presentado desde una óptica comarcal, como han hecho muchos.
En particular, también resulta positiva la relación entre el Quijote cervantino y el de Avellaneda. La vinculación de ambos textos es real y hay un diálogo entre ellos en el que lo gastronómico es pieza clave.
En definitiva, un libro culto, para una lectura placentera, que invita al lector a releer la historia del hidalgo de la Triste Figura, obra magistral que muchas veces tenemos arrumbada en un rincón empolvado de nuestra biblioteca.
“Cosas de la bucólica. La gastronomía del Quijote” es de esos textos que abarcan la totalidad y que exige impresión en papel.
Tomás Alvarez realiza un extraordinario ejercicio de investigación sobre la gastronomía cervantina, donde se une la erudición a la belleza del lenguaje, en tanto que el autor de las ilustraciones, el pintor Sendo, libera su vigorosa creatividad, en la que brilla el vigor de lo gestual. Por si fuera poco, como aperitivo a todo ello, Luis María Anson abre el texto con un sugerente acercamiento al binomio de cultura y gastronomía.
Este libro, que alguien ha calificado como “pequeña obra de arte” se ciñe a la letra cervantina, con objetividad, sin “inventarse” recetas ni forzadas identificaciones regionales. Es excelente la labor del escritor al desvincular la comida quijotesca del regionalismo manchego. Porque mesas y productos son hispanos y aún de allende de las fronteras. Cervantes fue un genio universal y no merece ser presentado desde una óptica comarcal, como han hecho muchos.
En particular, también resulta positiva la relación entre el Quijote cervantino y el de Avellaneda. La vinculación de ambos textos es real y hay un diálogo entre ellos en el que lo gastronómico es pieza clave.
En definitiva, un libro culto, para una lectura placentera, que invita al lector a releer la historia del hidalgo de la Triste Figura, obra magistral que muchas veces tenemos arrumbada en un rincón empolvado de nuestra biblioteca.