Don Claudio y las golondrinas de León
Por Tomás Álvarez
Nunca puedo acudir a León sin dirigir mis pasos hacia su barrio medieval, un espacio que debiera ser Patrimonio de la Humanidad desde hace décadas, por su inmenso contenido histórico y artístico. Y cuando paso por la calle cardenal Landázuri, en el entorno catedralicio, no puedo dejar de mirar a los ventanales del complejo religioso, en alguno de los cuales me imagino a un joven Claudio Sánchez Albornoz pidiendo auxilio para liberarse de un cautiverio inesperado.
Conocí la historia de aquel encierro de labios del propio protagonista, don Claudio, historiador, ministro de Estado (1933) y Presidente del Gobierno Republicano de España en el exilio (1962-1971), en alguna de las conversaciones que a menudo manteníamos en su domicilio, en la calle Anchorena de Buenos Aires; una hogar que había dejado de ser una vivienda normal para trocarse en un atiborrado contenedor de libros.
La presencia libresca en aquel piso era obsesiva: montones de libros sobre la mesa, libros sobre el aparador, libros sobre las sillas, libros en el alféizar de la ventana, sobre el suelo… Recuerdo el primer día en que le pedí al historiador que me indicara donde estaba el baño y él me acompañó para darme instrucciones de cómo utilizarlo:
- Mira, si haces el favor, retira la pila de libros que hay sobre la tapa del váter y los colocas sobre el lavabo; pero luego, cuando termines, pon los libros otra vez sobre la tapa… Ya no hay sitio por ninguna otra parte…
Aquella anécdota ocurrió en 1982, cuando Argentina acababa de ser derrotada en la Guerra de las Malvinas. A don Claudio se le había quedado muy pequeña la casa, pero con la economía estatal hundida y una inflación incontrolada, el sueldo que cobraba de la Universidad no le permitía soñar con inversiones inmobiliarias… Una vez al mes me entregaba –yo entonces era Director de la Agencia EFE en Argentina- un artículo que distribuíamos en exclusiva a una serie de grandes diarios del mundo, colaboración que se le pagaba religiosamente y le ayudaba a tener un cierto desahogo económico.
Las conversaciones con don Claudio tenían chispa desde el mismo momento en que abría la puerta:
- ¿Cómo está, don Claudio?
- Aquí, como siempre, hecho un viejito de mierda…
Era el inicio de un diálogo que luego fluía las más de las veces en torno a los temas de España. En diversas ocasiones hablábamos del proceso autonómico que vivía el país y que no nos gustaba a ninguno de los dos.
Al historiador le apetecía la unión de la antigua Corona de León y Castilla, pero veía con enorme desagrado cómo se iban desgajando territorios sin la más mínima lógica histórica. A mí me preocupaba profundamente que se organizara una España autonómica borrando del mapa a un reino esencial en la construcción del Estado, que sigue estando en el escudo del país, pero que se transformó entonces de facto en un territorio colonial gobernado desde fuera del mismo.
La aspiración de don Claudio era una unión de leoneses y castellanos para hacer de la vieja Corona una voz decisiva en España y con peso en Europa, por eso cada vez que se desgajaba un territorio le producía un sincero disgusto.
- Y ahora se van los de Santander (...) Y se hacen llamar cántabros, cuando en realidad, históricamente son cantabrones –comentaba malhumorado, ante el proceso de desmembración de Castilla.
Al final, disgustos para los dos. Los “iluminados” del Estado autonómico crearon en nuestra tierra una autonomía de restos, en la que no se salvó Castilla y se hundió a León. Ni fortaleza, ni justicia histórica, ni proyecto político coherente.
Don Claudio amaba a León, y yo a él le apreciaba aún antes de conocerle personalmente, especialmente por haber escrito en su juventud un libro que es un monumento a la capital del Reino: “Una ciudad de la España cristiana hace mil años: estampas de la vida en León”.
En aquellos tiempos, Benito García, Secretario General del Centro Región Leonesa de Buenos Aires, ya me había apuntado –con toda mi familia- en listado de socios de la institución. Aquel centro era como una ciudad leonesa dentro de la gran urbe del Río de la Plata. Benito García era un joven ilusionado nacido en Otero de Escarpizo, cargado de amor a su tierra de origen, igual que Isidro Viñuela, el presidente, originario de Mantueca de Torío. Fueron ellos quienes acogieron con entusiasmo mi propuesta de hacer un homenaje al historiador, en especial por aquel monumento bibliográfico dedicado a la ciudad de León.
Así se hizo, aunque en el día del homenaje don Claudio ya estaba hospitalizado. Sería su hijo Nicolás, quien acudiría a tan entrañable acto.
En aquellas fechas, en los últimos tiempos de don Claudio en la capital argentina, este me entregó un pequeño artículo escrito a mano, en papel de la Universidad de Buenos Aires, que se publicaría en la revista del Centro Leonés de Buenos Aires, y que hoy presento a los lectores del Diario de León.
El artículo está fechado (entre signos de admiración, por la emblemática fecha) el dos de mayo de 1983 y merece la pena recordarlo. En él habla de su amor a León y también cuenta, poéticamente, su encierro catedralicio:
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“A ninguna ciudad de España, ni siquiera a mi Ávila adorada, he consagrado páginas históricas parejas a las que he dedicado a León en 1926. Lo he referido muchas veces.
Incitado por Menéndez Pidal, me lancé a la aventura de investigar la historia de los orígenes de la Reconquista y de las instituciones del embrión de España nacido en el norte cantábrico.
Acababa de casarme y, como en un segundo viaje de novios, recorrí con mi mujer el noroeste hispano para investigar en sus archivos, recorrer sus caminos y preparar mi obra. Naturalmente, trabajé en el archivo de la catedral de León. Tan habituados estaban a mi presencia que un día cerraron sin acordarse de mí.
Horas inolvidables ¡qué emoción el recorrer solitario la Catedral entre altares y tumbas! Mientras paseaba por el claustro veía deslizarse las golondrinas en el azul del cielo, como burlándose de mí. ¡Qué tentación la de pasar una noche en aquellos lugares de ensueño! Pero fuera me esperaba mi mujer. Casi de milagro, logré que abrieran la iglesia y pude reunirme con ella.
Trabajé intensamente en la preparación de mi obra que debería entregar el 31 de diciembre de 1922. Ese día, presenté al jurado cinco tomos que tengo en Buenos Aires. El jurado académico integrado por prestigiosos eruditos me concedió el preciado galardón, prefiriéndome ante un trío de inmaduros historiadores. Adquirí gran crédito científico, a tal punto que la Real Academia de la Historia me llamó a su seno en marzo de 1925. Tenía 32 años. Uno casi entero empleé en escribir el discurso de ingreso reglamentario, una erudita monografía que titulé “Estampas de la vida de León hace mil años”.
El 28 de febrero, en solemne sesión académica, leí el primer capítulo de los cinco de mi obra.
No me corresponde hacer elogios de mis estampas. Se han hecho siete ediciones de las mismas. Ninguna ciudad de España, y me atrevo a decir que ninguna de Europa, tiene un cuaderno histórico literario parejo al que yo tracé en León.
León y yo quedamos unidos desde entonces, por el prieto vínculo de mi devoción hacia ella.
He publicado después muchos estudios sobre las instituciones del Reino de León. León tiene conmigo una deuda aún no saldada, mientras espero que la salde, a mis 90 años, sobre su catedral, seguirán deslizándose las golondrinas estos próximos días tempranos de estío, como en la tarde lejanísima en que paseé por el claustro, solitario y emocionado.
Buenos Aires, ¡2 de mayo! de 1983
Claudio Sánchez Albornoz.
Epílogo
Completo esta historia con algunos detalles. El historiador debió deambular por el recinto catedralicio buscando sin éxito una salida. En algún momento se asomó a la calle, previsiblemente desde las ventanas de la calle Cardenal Landázuri. Era verano, hacía calor y nadie paseaba por allí. Finalmente descubrió a una joven. Era María de la Concepción Aboín Pintó, su joven esposa, que extrañada de que aún no hubiera regresado con ella se dirigió hacia la zona de la catedral con la esperanza de hallarle. Fue ella la que avisó del encierro, poniendo así fin al inesperado “cautiverio” de su marido.
Desde el Centro de la Región Leonesa de Buenos Aires saldamos en nuestra medida la deuda de gratitud a don Claudio por sus inmortales “Estampas” de la vida de León, con un gran homenaje, muestra colectiva de afecto, que tuvo lugar el tres de julio de 1983.
Don Claudio no pudo estar porque pocos días antes, el 21 de junio, tuvo que ser ingresado en el Hospital Español de Buenos Aires, a causa de una neumonía.
Poco después de su ingreso en el hospital acudí a verle, junto con Benito García, secretario General del Centro Región Leonesa de Buenos Aires. El historiador estaba realmente emocionado por el homenaje de los leoneses y percatándose del valor testimonial de aquel acto pidió a su hijo Nicolás, profesor de Historia en Nueva York, que viajase a desde los Estados Unidos para asistir, en su nombre, al evento, que se celebraría en la gran sala de actos del Centro, en la calle Humberto Iº, repleta aquel día de corazones leoneses.
Pocos días más tarde se efectuaría el traslado de un achacoso don Claudio a España, un evento que, como muchos otros escenificados durante la transición, tuvo un significado de recuperación de la normalidad… pero también una “utilización” de la imagen del personaje. Llegaría al aeropuerto de Barajas el 29 de aquel mes de julio, y apenas viviría un año más en su adorada Ávila.
El retorno a España tuvo para él un regusto de amargura. Sin haber escuchado directamente de sus labios el rechazo al viaje, sé, con total certeza, que para él este significó dolor y renuncia.
El historiador amaba apasionadamente a España, pero tenía una atadura muy especial en Argentina, no sólo la excelente serie de amigos y colaboradores en su tarea de historiador, sino a su segunda mujer, recluida en un sanatorio por una larga enfermedad. Este alejamiento de ella, no deseado, era la razón por la que el retorno a la tierra que le vio nacer, aparentemente un momento de gloria, estuvo teñido de las sombras de la tristeza.
Villamejil, a 29 de julio de 2020
Tomás Alvarez