Por Tomás Álvarez
Desde las recortadas costas atlánticas de Galicia hasta el mar de Bering, pervive una tipología constructiva cargada de atractivo: el granero elevado, denominado popularmente hórreo en español.
La presencia del hórreo en las aldeas de la Península Ibérica resulta evocadora. La rotundidad de las formas y la solidez de su estructura llaman inmediatamente la atención del viajero, que siente ante esta imagen el pálpito de la historia y la tradición.
A veces, al contemplar esos sólidos edificios de piedra, como casas eternas y diminutas, ubicadas al lado de edificaciones semiabandonadas, uno piensa que en esos hórreos reverdecidos por el orvallo y los temporales habitan los espíritus de aquellos que antaño trabajaron, cantaron y amaron por esos campos ahora dominados por la malahierba.
El etnólogo y antropólogo polaco Eugeniusz Frankowsky, estudioso también de la península ibérica, señaló que los graneros aéreos ocupan espacios de todo el hemisferio norte, incluyendo los territorios escandinavos, Polonia, los Balcanes, Irán y Japón. Vinculó incluso sus orígenes a los palafitos neolíticos. No es una hipótesis extraña. Los palafitos eran (y son) casas elevadas sobre columnas, ubicadas en medios húmedos. Esta modalidad de construcción permitía a los pobladores aislarse de enemigos y predadores. Hórreo y palafito conservan idéntica forma y funcionalidad.
La forma de los hórreos se repite. Sobre unos postes, de piedra o madera, se ubica una estructura cuadrada o rectangular cubierta de un tejado a dos o más aguas. Es como una casa minimalista elevada sobre la superficie.
En la Península Ibérica, hay importantes concentraciones de hórreos. Abundan en el norte de Portugal, el norte de León, Galicia y Asturias; aunque estas curiosas edificaciones se extienden por todo el ámbito cantábrico hasta su encuentro con los Pirineos.
Dentro de la Península existen algunas localidades que destacan por sus colecciones de hórreos. En primer lugar cabría citar en el norte de Portugal los conjuntos de la Región del Miño, entre ellos los espigueiros de Lindoso. Espigueiro equivale a hórreo en idioma luso y su nombre deriva de la palabra espiga que se puede traducirse como espiga o mazorca.
También podemos ver buenos conjuntos en el sur de Galicia. Por citar algunos, los de A Merca, en Orense y los Eira da Hermida, de Pontevedra. Aunque tal vez los hórreos más populares son los de Combarro, por el encanto del paisaje de la Ría de Pontevedra, a la cual se asoman.
Además de hórreo y espigueiro, recibe otros nombres tales como canastro (norte de Portugal/sur de Galicia) y panera (León y Asturias)
Aunque muy vinculados en los últimos siglos al cultivo del maíz, sabemos que el hórreo es mucho más antiguo.
Hórreo deriva del latín horreum, que significa granero. Los romanos precisamente ya escribieron que había graneros elevados en Hispania. También hay alusiones en textos medievales e incluso un atractivo dibujo de los mismos, en un texto con las Cantigas de Alfonso X el Sabio.
Evidentemente, los mejor conservados son los que se realizan en piedra, pero tanto en España como en otras partes del mundo también se hacen de madera.
Estas edificaciones tradicionales se componen básicamente de dos partes. Una base sólida de sustentación, destinada a alejar el contenido del hórreo de los animales (principalmente roedores) y de las humedades, y una cámara cuadrada o rectangular cubierta de techado
La base de soporte suele ser un conjunto de columnas en función del tamaño de la edificación- que se rematan con unas piezas planas más amplias, cuadradas o circulares, que cortan el posible acceso de los ratones.
Las columnas sustentadoras suelen ser de piedra muchas veces escasamente trabajada, y con una forma troncocónica, más estrecha en la parte superior. En ocasiones, los hórreos también descansan sobre muros, e incluso los hay en los que se utiliza para la base algún muro y columnas.
Sobre estos pilares, descansan los dinteles que sustentan el edificio en sí. La cámara tiene medidas variables, a veces en función del poderío económico del titular.
Se dice que el hórreo de mayor superficie existente en España es el del monasterio de san Xoan de Poio, Pontevedra, donde se podían almacenar las cosechas de los monjes de aquel poderoso centro religioso. Normalmente son dos las filas de columnas de estas edificaciones, pero en el caso del monasterio de Poio se recurre a tres, para sustentar una cámara con más de 120 metros cuadrados de superficie interior.
Aparte de la puerta o puertas de acceso, las paredes laterales del hórreo deben tener finas aberturas de ventilación por los costados y un amplio tejado que aleje las lluvias. Sobre este, aparecen elementos ornamentales, principalmente la cruz, como si los propietarios tratasen de sacralizar la edificación y demandar a la divinidad la protección para los valiosos recursos guardados en su interior.
El repertorio decorativo no se reduce a las cruces. Veletas, pirámides, imágenes de santos y otros elementos muestran la creatividad de constructores y propietarios.
Desde la antigüedad, la cámara del hórreo era el núcleo del tesoro familiar. Allí se guardaba el grano y las semillas, pero también era buen lugar para el almacenamiento de otros elementos, desde el queso, las judías o la miel hasta los productos de la matanza.
El paraíso del maíz
El uso de esta edificación se amplió notablemente con la llegada del maíz a Europa, a partir del siglo XVI, cuando amplios territorios del norte de España empezaron a usar esa planta, lo que necesitó mayores superficies de almacenamiento.
En un clima húmedo, como los del noroeste hispano, con inviernos largos y fríos, el maíz se secaba y curaba mejor colgado en sus mazorcas, ventilado y al abrigo de las lluvias. Seguramente, fue la necesidad de albergar el maíz lo que impulsó la creación de los grandes hórreos, como los de Araño o el de Poio a partir del siglo XVII, cuando en el noroeste hispano cayó la bendición del dios del maíz.
Hasta el espacio hueco existente debajo de la cámara era utilizable. Allí se guardaban los aperos o incluso se tendía la ropa para que pudiera secar al aire libre aún en los plomizos días invernales.
Abandonados, en desuso, muchos de estos hórreos van cayendo hoy por efecto del paso del tiempo. Los más dañados son aquellos que se hicieron de madera. El deterioro de los tejados de bálago, teja o losa- supone en estos últimos casos la rápida podredumbre del resto del edificio. A veces, ni las ayudas institucionales sirven para salvarlos. Los propietarios, ausentes por la muerte o la emigración, ya no tienen tiempo para rellenar formularios ni reparar daños y los hórreos mueren lentamente, con la dignidad del guerrero que se resiste a marchar al Valhala de Odín, porque prefiere la hermosura de esta tierra al hidromiel de ninguna valkiria.
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