Astorga: gloria y drama de un cruce de caminos
Por Tomás Álvarez
Desde la prehistoria, los caminos por los que han avanzado las huestes guerreras, los mercaderes o las innovaciones culturales han sido los mismos. Pasan los milenios y el ser humano continúa vadeando los ríos o cruzando las cordilleras por los mismos puntos.
Dos de los grandes pasillos históricos peninsulares confluyen en Astorga. El uno es el que viene del este, por el valle del Ebro en dirección a occidente, al sur de las grandes cadenas montañosas cantábrica y pirenaica. El otro, el que sube desde el occidente andaluz y continúa hacia el mar Cantábrico, uniendo tierras y ciudades cargadas de historia: Sevilla, Mérida, Badajoz, Salamanca, León
Los flujos de tribus, creencias y técnicas muestran la trascendencia de estas dos vías. El mismo Augusto, cuando se encargó de la articulación de las calzadas de Hispania creó un anillo que contaba con ambas rutas, y se completaba con otra occidental paralela a la costa mediterránea que luego discurría por el interior de la Bética.
En este diseño viario romano, Astorga estaba en una posición clave, centralizando todas las conexiones del cuadrante noroeste ibérico, y esta circunstancia supuso para la pequeña ciudad la gloria y el drama. Gloria, porque merced a su cualidad de nudo de comunicaciones aparece una y otra vez en la historia. La vieja Asturica Augusta fue capital de convento jurídico romano, una de las primeras diócesis cristianas occidentales, en algunos momentos sede de los reyes leoneses... Incluso participó activamente en las guerras napoleónicas y por ello el nombre de Astorga permanece grabado en el Arco de l'Étoile de París. El propio Napoleón tomó la ciudad cuando perseguía al ejército británico que operaba en el noroeste. Astorga fue el punto más occidental de Europa al que llegó el francés.
Pero esa posición estratégica también le ha traído el dolor y la sangre. Saqueada dos veces por Teodorico, sufrió destrucciones de suevos y visigodos (estaba en la frontera entre ambos reinos), quedó arrasada por los caudillos árabes Tarik y Almanzor, y sufrió varios asedios en la Guerra de la Independencia.
Por las dos vías que se cruzan en Astorga ha fluido el saber, la historia, la gastronomía Por el camino que llega del oeste llegó el arte europeo, la influencia de Roma y el peregrinaje. Por el otro anduvieron las legiones, los ganados trashumantes, los trasiegos comerciales, las razias árabes o las huestes leonesas que avanzaban hacia Badajoz o Sevilla.
La vitalidad de ambas vías significó durante siglos actividad y progreso. Pero con la llegada de los Borbones a la Corona de España se desarticuló el sistema de comunicaciones clásico y se constituyó una red centralizada en Madrid, lo que sustrajo la vitalidad comercial a toda la zona occidental peninsular. Fue un golpe mayor que cualquier derrota militar. Hoy, todas las provincias del oeste, desde León a Huelva están por debajo de la media de renta de España, integrando un auténtico bolsón de despoblación, aculturación y subdesarrollo.
Para el peregrino que llega por el viejo Camino Francés (la ruta romana que unía Burdigala (Burdeos) y Asturica), Astorga suele ser una sorpresa. Desde un altozano cercano a la ciudad aparece desparramada en la falda de las tierras montuosas, mostrando una catedral poderosa en medio del caserío, con lo que se testifica la preeminencia de lo divino y clerical en este lugar bimilenario.
Los obispos astorganos tuvieron gran predicamento en las cortes del Reino de León, y han mantenido un poder territorial que aún hoy se extiende por los territorios de Zamora y Orense. Las fronteras de esta diócesis multiprovincial son también un vestigio espectral de la romanidad.
Merced a la riqueza de los obispos llegaron las veneradas reliquias, desde la leche de la Virgen María a los cabellos de la Magdalena, la fastuosa catedral y hasta el palacio de cuento que levantó Gaudí.
De la catedral, cabe destacar el grandioso retablo, obra de Manuel Becerra, una de las grandes joyas hispanas del Renacimiento final, y la extraordinaria portada barroca, cuyos tonos rosados adquieren una luminosidad especial al atardecer. Es esta, sin duda, una de las mejores fechadas barrocas que puede contemplar el viajero que recorre el Camino Francés, un buen prototipo de la teatralidad opulenta que desplegó la iglesia del XVII y XVIII para proclamar la doctrina emanada del Concilio de Trento.
Pero a los caminantes que recorren la ruta a Compostela lo que más les llama la atención es la presencia de un palacio de Gaudí en esta urbe. ¿Cómo llegó hasta aquí? La respuesta es muy sencilla. Han sido varios los obispos catalanes responsables de la diócesis asturicense; uno de ellos, Grau i Vallespinós, estaba en la ciudad en 1889, cuando ardió el viejo casón residencial y decidió llamar a un arquitecto de Reus (Tarragona), su lugar de origen, para que edificara una residencia nueva: el joven reclamado por el prelado se llamaba Antonio Gaudí.
El palacio que diseñó Gaudí fue una provocación. El arquitecto catalán recurrió a una piedra de granito blanquecina que contrasta con los tonos oxidados de la muralla romana y el ábside catedralicio, y además acudió a formas de fantasía que escandalizaron a los clérigos más conservadores.
Fantasía frente a funcionalidad, blancura modernista neogótica frente a los vestigios pardos de la romanidad y el medievo; chapiteles y torres cilíndricas que nos acercan a un mundo de ensoñación para despertar el alma vieja y silente de una ciudad tradicional y conservadora. En el palacio Episcopal nunca ha habitado ningún obispo. Es otra de las paradojas.
El viajero no debería marchar de Astorga sin visitar la capilla palatina de este edificio. Es un prodigio de color, algo así como la Sainte Chapelle modernista.
Tampoco debería dejar el viajero la urbe sin conocer su romanidad recorriendo la Ruta Romana, sin pasear por sus calles y sin gozar de su notable riqueza gastronómica.
En las cocinas astorganas confluyen los saberes culinarios de toda España, saberes que han llegado por esas grandes vías y que los arrieros maragatos propagaron por doquier. Ahí están los suntuosos cocidos, las carnes, los embutidos, la extraordinaria cecina. Y los chocolates.
Prestigiosos expertos han loado las delicias culinarias de Astorga. A mediados del siglo XX, el norteamericano James A. Michener escribió un libro en el que afirmaba haber comido la carne más exquisita en esta ciudad. Otro prestigioso gastrónomo francés, Raymond Dumay, en su Guide du Gastronome en Espagne, calificó a esta pequeña urbe como rosa de los vientos de todas las cocinas peninsulares, y definió a los arrieros maragatos como apóstoles de la difusión de productos y modos de cocinar.
El gastrónomo francés también valoró la Vía de la Plata como un eje vertebrador del saber culinario ancestral, ruta de enlace de las grandes ferias de ganados del occidente hispano, desde los límites andaluces a las tierras leonesas.
Los arrieros, junto con la clerecía, han sido los grandes impulsores de la gloria de las cocinas astorganas. Pero en esa tarea también han colaborado los poderosos marqueses de Astorga, grandes señores que detentaron virreinatos y a quienes se atribuye la introducción del chocolate en la ciudad, poco después de que este producto llegara de América.
Se dice que ya Hernán Cortés envió semillas de cacao al marqués de Astorga, en el siglo XVI, y que pronto el consumo del chocolate se hizo común en la ciudad. Clérigos y nobles se hicieron amantes de tal producto, y el catastro del Marqués de la Ensenada ya especifica que había en la ciudad ocho artesanos dedicados a la industria chocolatera. Hasta cincuenta chocolateros hubo en el siglo XVIII, y aún hoy, en tiempos de la globalización, quedan cinco o seis firmas chocolateras junto con un coqueto museo que merece una visita. Su colección de diseños modernistas de la industria local en los albores del siglo XX es realmente bella.
Los albores del pasado siglo fueron prometedores para la ciudad. De las aulas astorganas salían ministros para el Estado; la línea férrea entre Mérida y Astorga aseguraba un tráfico que animaba la economía de la franja occidental de España; crecía la urbe y Gaudí edificaba un palacio de hadas. Era un tiempo en el que por las calles de la ciudad correteaban niños que alcanzarían fama, como Leopoldo Panero, los Gullón o el mismo Eugenio Granell
Hoy, la situación es menos halagüeña. Alejada de los centros de poder, en una autonomía languideciente regida con un centralismo esterilizante y con un episcopado en crisis, Astorga es una ciudad de incierto futuro. Los regidores de la ciudad han sabido mantener bien el patrimonio y la cultura. Es hoy su principal recurso, cuando las comarcas del entorno entran en una acusada despoblación, con lo que el comercio local también se resiente
Pero Astorga resiste. Por suerte, aún pervive una gavilla de ilustrados que tratan de mantener su vitalidad cultural, y funciona el tirón del patrimonio artístico y gastronómico. El volumen de viajeros que llega es creciente. Aumenta el número de hoteles, el de restaurantes y el de tiendas dedicadas a la venta de productos de la zona, desde las afamadas cecinas a las reproducciones de lucernas romanas.
Tal vez para potenciar ese atractivo, a la par que se renueva el museo del Chocolate que pronto tendrá nueva sede- habría que replantear el Museo Romano, para unir las colecciones romanas en poder del Ayuntamiento y la Iglesia, así como depurar el atiborrado museo del Palacio Episcopal.
Astorga sigue siendo cruce de caminos, ciudad de cultura, historia y patrimonio. Pero también es leyenda. Leyenda relativa al nombre de los maragatos. Unos han dicho que la palabra viene de moros cautivos (en el Código Calixtino se encuentra esta interpretación) otros sugieren que deriva de mercator. En mi humilde opinión es mucho más sencillo. Deriva de Marte-Sagato, una de las divinidades que aparece en la epigrafía romana astorgana. Los maragatos no sería sino los seguidores del dios.
En realidad, la religiosidad de estas tierras es tradicional. Por la zona proliferó el priscilianismo, y en ella se registraron abundantes lugares con densa vida eremítica. Incluso en la misma Astorga, al lado de la catedral, aún se puede ver una antiquísima celda de emparedadas.
Ciudad de santos -santa Marta, san Genadio, santo Toribio, etc.- Astorga también tiene fama de ser patria de Poncio Pilatos. Los astorganos no se ufanan de este vecino, pero lo cierto es que nació cuando su padre residía en la ciudad como general de las tropas acantonadas para la guerra de Roma contra los cántabros y astures.
El asendereado Poncio Pilatos, como Astorga, también fue fruto de los caminos.