Hubo un tiempo...

Un reportaje de Tomás Álvarez, sobre el Camino de Santiago, publicado en la revista de Paradores, con ocasión del último Año Santo.

El Camino

Hubo un tiempo, allá en el medievo, en el que el ser humano, atribulado por miserias, pestes y guerras, se lanzó a los caminos, para huir de la muerte y el hambre y buscar la salvación de su alma.

Frente a una existencia dura y corta –apenas dos o tres décadas de esperanza de vida- el hombre intentó acceder al paraíso, la Gloria Eterna, merced al contacto con las reliquias de los elegidos de Dios. Jerusalén, Roma y Compostela se convirtieron en destinos de millares de viajeros.

La red de caminos de Europa sirvió, a partir del siglo IX para conducir hacia el finis terrae del orbe conocido, Galicia, a multitud de viajeros de toda condición, desde santos a asesinos o prostitutas.

Los peregrinos confluían en Francia, en centros como París, Tours o Vezelay para dirigirse a los Pirineos y penetrar en España por los puertos de Roncesvalles o Somport. La marea humana se unía en Navarra, cerca de Puente la Reina, y a partir de ahí continuaba hacia el oeste, por los viejos caminos romanos, en dirección a Santiago, la ciudad de Apóstol, siguiendo el llamado Camino Francés.

Hoy, esa marcha sigue. Poblaciones pródigas en arte e historia, como Pamplona, Estella, Viana, Santo Domingo de la Calzada, Burgos, Carrión, Sahagún, León, Astorga, Villafranca del Bierzo y el propio Santiago, convierten este recorrido en un gozo espiritual, artístico e incluso gastronómico. Y entre unas urbes y otras, aparecen los humildes pueblos, a veces agotados por la historia, mostrando esplendores pasados, conventos de muros derruidos o castillos donde sólo moran gorriones y lagartijas, y cuyas paredes de tapial se derrumban sobre una tierra que estalla en primavera con rojos de amapola.

Los viajeros, trajeron desde un principio conocimientos, devociones y arte. Desde Vezelay, Conques o Toulouse llegaron las influencias que cuajaron en el Románico de lugares como Jaca, Frómista, Carrión, Sahagún, León o Santiago.

El Románico tiene su cenit en la abadía de San Isidoro de León, justamente donde se celebraron las primeras Cortes Parlamentarias de Europa, en el siglo XII. Allí, en el Panteón Real, el viajero puede gozar ante lo que se ha llamado la Capilla Sixtina del Románico. Creencias y vida medievales están reflejadas en pinturas y capiteles. Seis bóvedas, decoradas con excepcionales pinturas al temple, presentan un panorama iconográfico completísimo. Pero una de ellas es especial: la anunciación a los pastores. La obra tiene un naturalismo fuera de lo común. Ante el ángel, uno de los pastores toca un instrumento, otro da leche a un perro, el tercero hace una llamada con un cuerno... La vida montañesa del siglo XI está allí. Y junto a la pintura, la arquitectura, la eboraria, los esmaltes, los códices, los tejidos... San Isidoro es la enciclopedia del Románico europeo.

Y el Gótico...

Desde ciudades como Chartres, Bourges, Amberes, o Colonia llegaron los artífices y las enseñanzas que se plasmaron en extraordinarios templos góticos, como las catedrales de Burgos y León. La primera más rica en contenidos y variedad, la segunda de un gótico más puro. Pero junto a ellas aparecen otros ejemplos excelentes en lugares como Nájera o Santo Domingo de la Calzada, cuya catedral se inicia como románica y concluye con un gótico tardío, con elementos valiosos como el Altar Mayor, de Damián Forment.

Del Renacimiento encontraremos ejemplos magníficos en Viana, iglesia de Santa María; Burgos, cuya catedral es un compendio de arte; León, con los palacios de los Guzmanes y San Marcos, y Astorga, donde el Altar Mayor de la catedral, de Gaspar Becerra, constituye la obra más miguelangelesca del territorio español.

Formado en Roma, en los círculos cercanos a Miguel Angel, Gaspar Becerra dejó su obra cumbre en Astorga. Basta ver las figuras de la predela para comprenderlo. Allí están los cuerpos fuertes, los gestos de los brazos, los niños desnudos y musculados...

Para Barroco, Santiago. Templos y conventos rebosan ese barroquismo típico gallego que eclosiona en la portada de la Catedral, donde Fernando Casas y Novoa materializó un retablo escenográfico grandioso que pregonaba la supremacía de la iglesia. Para gozo del viajero, tras esa fachada está el Románico puro, con la portada prodigiosa del Maestro Mateo, donde el profeta Daniel, Danieliño, sonríe pícaramente ante la belleza de la reina Esther, cuyo amplio busto fue recortado por orden del Cabildo, para evitar maledicencias.

Hay mucho más en el trayecto... desde mosaicos romanos en las villas palentinas hasta la maestría de Gaudí, plasmada en el Palacio Episcopal de Astorga. Pero junto las ciudades hay que gozar de los pueblos, y entre ellos uno: El Cebreiro.

El viajero, pasado Villafranca, asciende por las montañas verdeantes, salpicadas por pequeños lugares y ruinas de castillos. La subida concluye ante el primer pueblo gallego, El Cebreiro, con sus viejas pallozas, y la iglesia de trazas medievales, primitiva, aferrada al terreno, al lado de un campanario que parece un menhir cubista.

La historia del Cebreiro está inserta en la leyenda. En el templo se muestra un cáliz que recuerda el milagro de la conversión del vino y el pan en carne y sangre. Dicen que un campesino de una aldea vecina, Barxamaior, subió un día invernal a misa, y que el oficiante se mofó interiormente de aquel devoto solitario y crédulo. Entonces, el sacerdote escéptico comprobó la transformación de las especies de pan y vino... El prodigio engrosó la lista de los que corrían de boca en boca por toda Europa. Desde el medievo el escudo de Galicia lleva un cáliz, según se dice, en memoria del milagro del Cebreiro.

Alguna vez he subido al Cebreiro, en invierno, para sentir el amanecer. Las nieblas desdibujan el paisaje de pallozas y robustas casas de piedra. El agua suena rítmica al caer al suelo desde el bálago de los techados... y cuando empieza a clarear, se escucha nítido el cantar de los gallos de las aldeas que se esconden en el hondo de los valles... En la soledad, se siente el pálpito de la Edad de Hierro.

Y quedan más cosas: llanuras de estepa y avutardas, valles ubérrimos, oteros coronados de viejos castros, y puertos rompepiernas. Ecos de Carlomagno y Cesar Borgia en Navarra, historias del Matamoros en La Rioja, el genio de Gil de Siloé en Burgos, las luchas caballerescas de Suero de Quiñones o las fortalezas templarias leonesas, y los versos de Rosalía de Castro en Galicia.

...Y gentes, reliquias, leyendas, águilas, lobos, milagros y sueños.

Tomás Alvarez