La montaña del Dragón

Paseo por uno de los lugares mágicos de las Siebengebirge, donde perviven leyendas de los Nibelungos.

Por Tomás Alvarez

Sigfried, el héroe de las leyendas de los Nibelungos, fue un esforzado luchador que dejó muestras de su valor y del temple de su espada por diversos territorios de Europa, allende incluso de los habitados por las tribus germánicas.

Uno de esos puntos míticos es Drachenfels.

La victoria de Sigfried sobre el dragón ocurrió en uno de los lugares más atractivos de las Siebengebirge, las Siete Montañas, un macizo de origen volcánico, con una altura media de 400 metros sobre el nivel del mar, que vigila la pausada corriente del Rin en las afueras de Bonn.

Fue en una de estas siete montañas, en Drachenfels, donde el héroe clavó su espada sobre la temida bestia y luego se bañó en su sangre, volviéndose invulnerable. Bueno, invulnerable del todo no, porque una hoja de tilo se pegó en el torso de Sigfried y hubo un pequeño trozo de piel que no cobró la garantía de la inmortalidad.

A Drachenfels (la Roca del Dragón) se asciende por un tren cremallera que arranca de Königswinter, en la orilla del caudaloso Rin.

Königswinter es una localidad ubicada a apenas ocho kilómetros de Bonn, enfrente de Bad Godesberg, el más lujoso barrio residencial de la ex capital alemana, desde donde se puede acceder en trasbordador.

La estación del tren de montaña está cerca del centro de esta tranquila ciudad, cercana al punto es que se hallan la alcaldía y la iglesia de san Remigio.

Mediante este transporte se asciende a la cima de la montaña, en la que perviven las románticas ruinas de un castillo originario de 1147.

Durante más de cien años, esta excursión a la cima de la Montaña del Dragón ha sido un foco de atracción turística para los alemanes, no ajena a las modas románticas ni a las ideas nacionalistas.

El ferrocarril se puso en marcha en el verano 1883 y ha sido remozado recientemente, tanto en los equipos como en las instalaciones, algo que no evita que de vez en cuando haya alguna avería que "ameniza” esta subida, que alcanza en ocasiones inclinaciones del 22 por ciento, para salvar una diferencia de cotas de 220 metros.

El ascenso ya es una fiesta para la vista, pues alterna el goce del verdor de los bosques circundantes con las perspectivas sobre el cauce del gran río alemán.

Arriba, desde las ruinas del viejo castillo que mandó erigir en el siglo XII el poderoso arzobispo de Colonia, la vista es magnífica. No resulta extraño que entre quienes han ponderado esta imagen estén los poetas Heinrich Heine y Lord Byron.

El río aparece como un inmenso lago alargado, rodeado de un territorio lleno de verdor, sobre el que se ubican numerosas poblaciones. En las aguas se deslizan las naves alargadas, en uno y otro sentido.

Si el viajero mira hacia el sur, intuye decenas de castillos escoltando el paso del Padre Rin, y sueña con otra montaña mítica, Loreley... Y si mira hacia el norte, la vista se pierde a la altura de Colonia, donde reina el arte gótico de una catedral que se construyó precisamente con piedra del propio Drachenfels.

Porque el prestigio de la piedra de Drachenfels ya venía de la época romana, cuando funcionaban aquí las canteras de las que se obtenían los bloques que luego se embarcaban en el puerto fluvial de Konigswinter.

Para bajar desde la cima, el turista puede rehusar la utilización del primer tren de cremallera del mundo, planificado por el ingeniero Riggenbach, y que entró en servicio un 17 de julio de 1883.

La obra fue un éxito en su tiempo, y sólo en los cuatro primeros meses de funcionamiento el Drachenfelsbahn transportó 62.800 pasajeros. Entonces, el viaje en el tren de cremallera era algo así como un rito "iniciático" que ponía al hombre en contacto con la tecnología, la naturaleza, la historia y la propia leyenda germánica.

Porque el castillo era más leyenda que realidad. Poco tenía para ver. Erigido por los arzobispos de Colonia, padeció diversos conflictos a lo largo de la Edad Media. La Guerra de los Treinta Años, en el siglo XVII, fue desastrosa para él, y el propio arzobispo ordenó la demolición en 1642. Utilizado como cantera, el edificio prosiguió su ruina hasta que el estado prusiano, en 1829, ordeno paralizar la explotación. Un año mas tarde, se clasificó como monumento histórico y en 1836 pasó a control estatal.

Merece la pena bajar andando tranquilamente, por la senda de tierra, y parar en el castillo neogótico Drachenburg, construido entre 1882 y 1884, rodeado de una excelente y bien cuidada vegetación.

El castillo es fruto de otro sueño romántico, y quedó gravemente dañado en la Segunda Guerra Mundial. Felizmente, fue recuperado para admiración y disfrute del viajero, que encuentra en él un resabio gaudiniano.

En la bajada, aparecen ya junto a Königswinter pequeñas casas de aire residencial y hasta un sorprendente centro de reptiles y serpentario de aspecto azteca. …Y si la visita tiene lugar en el inicio del otoño, es posible que en la placita del pueblo, a la sombra del campanario de san Remigio, suene la orquesta y estén abiertas los puestecillos de venta de vino nuevo.

Los viajes más bellos son aquellos que se coronan con un epílogo báquico.

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