Siempre he dicho que debemos extraer de la vida lo mejor que nos da... y que tenemos que tratar de divertirnos mientras recorremos sus caminos. Yo confieso que me he divertido mientras hacía este trabajo, una experimentación loca, surrealista, divertida... en la que se unen mis textos con trabajos magníficos del artista Alfredo Omaña.
No es un libro de ensayo, ni novela, ni un texto gastronómico... Es un caos incalificable, pero dentro del cual el lector hallará orden, belleza, humor, perplejidad y, muchas veces, una mirada distinta sobre temas que me preocupan y debieran preocuparnos a todos.
Uno de mis hijos me pregunta recientemente:
Papá ¿como se te ha ocurrido esto? Y yo le recordé una escena de cuando el era pequeño.
A veces, en los restaurantes, mientras los mayores seguíamos degustando la comida, tomando el café o disfrutando de un puro... él y sus hermanos acababan mezclando en un vaso los restos del vino, con la cocacola, la nata del postre, el helado y las migas del pan. Entonces ellos decían que estaban haciendo veneno.
Pues bien, yo he aplicado una receta similar, mezclado santorales, pensamiento, gastronomía, paisajes, relatos, arte.... y ahí esta el resultado: Veneno.
Si tuviera que definir Las delicias del Tuerto, diría que más que un libro es una instalación surrealista, un ejercicio artístico. Sí; podría decir que es arte.
Es arte, en primer lugar por la obra de Alfredo Omaña, que luce en su magnífico esplendor en las páginas de Las delicias del Tuerto.
Son surrealistas -sin lugar a dudas- sus trabajos. La primera imagen del libro es una flor realizada con los vidrios rotos de una botella ¿Qué mayor detalle surrealista el generar escalofríos con algo en principio tan tierno como una flor???
Se dice que el surrealismo es la epifanía del shock, el nacimiento de la sorpresa. Y esa epifanía la domina perfectamente Omaña.
La creación que cierra el libro es un espejo introducido en una jaula. No; no es una locura, es una magistral obra surrealista, porque quien se acerca a la instalación consigue ver su rostro en el cristal... pero encerrado tras los barrotes... El propio espectador enjaulado. Una travesura magnífica.
Quise poner esa imagen genial en la portada, pero al final opté por otra: la de ese busto blanco identificado con una bola roja como un payaso. Omaña se identifica en esa imagen.... Y yo también
Alguna vez he escrito que el arte, con la óptica renacentista, era la copia de un modelo. Pero el artista a partir del XIX- pudo despreciar la fidelidad a los modelos, experimentar, construir en desacuerdo los sentidos y con la propia historia.
Entonces el arte pasó a ser algo distinto: una creación -incluso una acción - que encarna un pensamiento, tiene un contenido, expresa un significado y permite una confrontación, un deleite, un diálogo.
Buen bien, en este libro que no se ajusta a ningún género literario, hay arte porque hay imágenes, acción, confrontación... hay diálogo con el espectador.
El payaso que está en la portada simboliza en realidad a dos personas: a Alfredo Omaña y a Tomás Alvarez, que os dedicamos la actividad creativa y la escenificamos en una sala de exposiciones integrada por un centenar de páginas de papel.
Sobre ese muro de papel, el espectador-lector hallará montones de imágenes, a veces corrosivas, a veces relajantes, siempre capaces para propiciar la reflexión ...esté o no de acuerdo con el fondo.
¿Por qué eso de las delicias?
Uno de mis cuadros favoritos es el Jardín de las delicias de El Bosco. En el jardín de El Bosco aparecen las aguas, los pájaros, los alimentos, el amor, el sexo, la muerte...
En este trabajo que ahora os entregamos aparecen también.
Cuatro amigos transforman la mesa de un camping al lado de la orilla del río, en un retablo en el que confluyen viandas, reflexiones y relatos disparatados...
En ese retablo, el tabernáculo es cada día una gran olla en la que están los sabores eternos de las cocinas de nuestra tierra. Y en torno a ese tabernáculo se escuchan los ecos de la despoblación, la literatura, la religión, el amor o la muerte.
Tierra, agua, fuego y aire aparecen por estas páginas, al igual que en el cuadro del Bosco... y aparece también la destrucción y el demonio, que no es sino una globalización que descompone las sociedades para dejar inerme al hombre y conducirlo a la esclavitud del consumir y no pensar.
Ya en el Canto del Alcaraván traté el tema de cómo la sociedad rural se machaca en aras de un nuevo mundo -globalización y modernidad (posmodernidad diría Omaña)- en el que el hombre ha de ser manipulado desde los medios y la industria cultural, para integrarlo en grandes manadas que se conducen mediante iconos hacia los gigantescos pesebres, que no son sino los supermercados y las alienadoras salas de ocio.
Vivimos en un mundo de enajenados. El libro lo presenta de modo festivo.
Ya a mediados del siglo pasado, algunos sociólogos vieron que las masas se habían trocado en autómatas que se dedicaban a consumir en un gigantesco mercado, en lugar de ser un público capaz de generar ideas y opiniones.
Siempre me dieron miedo los mundos que diseñaron gentes como Orwell o Aldous Huxley... y esos mundos en los que el hombre se cree libre sin serlo los tenemos aquí. Y no me gustan.
En este mundo de autómatas, el escenario a la vera del río es un paraíso escondido, en el que se cultivan las ideas, el amor, el diálogo, la amistad; un territorio idílico que contrasta con el que está ahí afuera.
La descripción de esa sociedad de enajenados está en varias narraciones, como la de Camporrondo, el lugar de Castilla que llega a la modernidad, y en el que se ha reabierto la escuela para acoger una casa de lenocinio multiétnica, multiligue y multiculrural.
Y esa sociedad enajenada me duele, como le ocurre a otro de los protagonistas de los relatos, el soldado de las guerras napoleónicas que despierta tras un sueño de 200 años y opta por retornar a su escondite y dormir otro 200 años más.
Pues bien. A aquellos que no puedan conciliar el sueño... les ofrezco estas delicias. Son una medicina que nos permite contemplar el negro panorama con cierto humor, en un saludable ejercicio que nos enseña a reírnos de nosotros mismos.
A mal tiempo. Buena cara.