…Gracias, Manuel, por haberme invitado a presentar tu último libro. Es para mí un honor… Y gracias al ayuntamiento de Astorga por habernos dejado este espacio (la Ergástula) para presentar Mapas afectivos.
La Ergástula es un lugar que invita al recogimiento, al encuentro con el conocimiento y la historia. Es el punto mágico de la ciudad. Parece hecho para meditar en él y sentir una poderosa energía telúrica.
En este mundo de prisas y estrés, miles de personas buscan ámbitos como este, propicios para encontrarse consigo mismo. Algunos viajan hasta Machu Pichu o a Stonehenge. Hay ciudades que han reservado iglesias para que los paseantes detengan sus pasos y tengan un centro de meditación, sean de las creencias que sean. Recuerdo una capillita en Zurich (Fraumunster) desnuda de decoración interior. Sólo unos bancos y una luz tamizada por las vidrieras, de Marc Chagall. La Ergástula podría ser perfectamente así; un ámbito en el que el recién llegado sólo necesita un banco de madera y una luz tenue que le permita sentirse a sí mismo, el vigor de la piedra y el rumor de la historia.
Este es el clásico espacio cargado de energía e historia de esta ciudad bimilenaria por donde pasan escasos turistas. Estoy seguro que cuando Manuel Cuenya escriba su visión de Astorga no lo hará sin antes meditar en la Ergástula.
Hablando de viajes y mundo, recuerdo a veces una frase, oída de labios de mi madre, pronunciada por una mujer de Cogorderos cuando viajó por primera vez hasta Astorga, en el coche de línea.
Como todos sabéis, el valle del Tuerto avanza entre montes hasta llegar a la altura de Fontoria. Allí se expande, al encontrarse con la corriente del río Porcos, y poco más adelante se empiezan a ver al fondo las torres de la catedral de Astorga.
Pues bien, hace un montón de décadas, cuando la propia catedral estaba aún desmochada por mor del terremoto de Lisboa, la vecina aludida al ver que el valle se expandía a uno y otro lado y que a lo lejos, sobre el horizonte, emergía una torre catedralicia, cuadrada y poderosa, exclamó pasmada: “¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ¡Qué grande ye el mundo!”
Y es que –amigos- el mundo no cabe duda es grande, aunque a Manuel Cuenya parece habérsele quedado pequeño por sus ansias de verlo todo, de olerlo todo, oírlo todo, tocarlo todo
…Y fruto de sus ansias por conocer espacios del mundo es este libro, apasionado, subjetivo, cargado de emoción, en el que el lector recorre los paisajes de diversos continentes y a través de las callejas de las ciudades, descubre olores y sonidos, percibe huellas de Miguel Torga, Dickens, Pessoa o Valle Inclán.
Y lo curioso –y magnífico- es que al final del libro, acabamos descubriendo no sólo a Vancouver, Estambul, Ámsterdam o Berlín, sino el alma nómada y poética del propio viajero.
Manuel Cuenya no ve, mira.
Mientras que ver viene del latín videre; mirar viene de mirari, admirarse. Ver es una capacidad física. Podemos ver un edificio pero no “reparamos en él”. Mirar es algo más, implica atención deliberada. Voluntad.
Quiero recordar aquí la frase de Marcel Proust de que “El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes sino en tener nuevos ojos”. Evidentemente, Proust está asociando el verdadero viaje a la mirada.
Cuando Cuenya acude a Pontevedra, a Estambul, Essaouira o Matavernero, no va como un turista normal sino como un explorador, y en esa tarea del explorador no viene provisto de una guía monumental, ni de un callejero. A lo máximo, lleva una descripción de Goytisolo o un texto de Llamazares. Y mira, escudriña y siente. Mira a su entorno, indaga y siente. Siente los olores del taller de los curtidores, las esquilas de los rebaños, los sones de gaitas de algún grupo portugués o la voz cristalina de la griega Eleftheria.
Cuenya es de Noceda del Bierzo. Es un nómada que ha viajado más cargado de curiosidad que de finanzas, es un buscador de emociones, dedicado a conocer, enseñar y escribir.
Ha trabajado de profesor en la Escuela de Cine de Ponferrada (Universidad de León), en México y Francia. Imparte clases de teatro y escritura creativa en la Universidad de León. Es editor de la revista la Curuja y ha escrito –aparte de este- otra serie de libros como Viajes sin mapa, Trasmundo, Guía de Bembibre, el Bierzo y su gastronomía y la fragua de Furil. Asimismo, ha participado en otros libros colectivos y colabora regularmente en La nueva Crónica e Ileon. También ha hecho alguna cosa bella en Guiarte.com.
Y ahora saca sus “Mapas afectivos” en los que nos descubre paisajes de diversas partes del globo, empezando por Norteamérica. Descomunal su trabajo sobre México.
En la Península Ibérica se ciñe al cuadrante noroeste, a lo que es el antiguo reino de León; la Galicia que decían los romanos y las crónicas árabes. En este cuadrante se incluyen los territorios portugueses del Viejo Reino, con Oporto y Tras os Montes.
Nos lleva Manuel también por ciudades europeas como Ámsterdam, Londres y Berlín… y la increíble Estambul. Por fin, cierra su obra con el norte de África (El Atlas, Marrakech, Fez, Esauira…) un territorio especialmente querido, en el que encuentra destellos medievales y andalusíes y aún del mismo Morredero.
Para el escritor, es fundamental acudir al encuentro de cada ciudad “siempre con los cinco sentidos, en un intento cognoscitivo por degustarla, olerla, tocarla, escuchar su latido, y su temperatura, no sólo ambiental sino afectiva”. Y así lo hace.
Llegados a este punto, no voy desvelar más. Le dejo la palabra a él, no sin antes volver a recomendar su libro, un libro cargado de belleza, poesía y conocimiento. Porque Manuel es un hombre culto que, además, sabe mirar… y contar. Gracias por revelarnos tus mapas afectivos