En la segunda novela del escritor y periodista Tomás Álvarez, el aire silba al filtrarse entre las ramas de los chopos. El río Manzanal aporta el frescor que disfrutan los escasos habitantes del pequeño Vallegrande, un pueblo al norte. Y los cantos del alcaraván se escuchan desde lejos por las noches.
Son un mal presagio, un aullido triste del animal que, por instinto, sabe desintegrada la esencia profunda del territorio campesino en pos de un «estado del bienestar», que atrae engañados a los habitantes emigrantes para abandonarlos cual seres desconocidos y desorientados en la marea urbana, en desarraigo consigo mismos.
Es El canto del Alcaraván, la novela que el leonés Tomás Álvarez escribió y presentó en Valencia, en el Club Diario Levante -el lunes lo hará el Madrid-, en compañía de otro escritor y periodista, Fernando Delgado, y de la responsable de prensa de Tabla Rasa, Violeta Medina, quien señaló cómo la editorial reicinde con el autor después de El búcaro de Azucenas.
Álvarez es un escribiente mirante a los lados del espejo entre el periodismo, la realidad y la ficción novelada. Con esta última, tiende el puente que los medios ni se plantean entre esa sociedad campesina que diluye su sentido colectivo y el otro paisaje que el autor también ha vivido y amado; la costa alicantina, paradigma del desarrollismo de brillo oropel. Un puente que recorre de ida y vuelta entre esos dos mundos, a sabiendas que los náufragos del viaje a Ítaca, los protagonistas de su novela -esos que no salen en los periódicos- ya no tienen nada que recoger en su isla y son incapaces de organizar una vuelta embarcados como van en su soledad urbana, con la pérdida de la inocencia como vela y la falta de ilusión al timón. Para ellos hace Álvarez el viaje. Y todo, como señalaba Delgado, «porque nuestro imaginario necesita de la vida de otros. A veces acudimos a esas vidas sin darnos cuenta de que son las nuestra».
Álvarez se propuso presentar el paisaje de esa España que se desintegra en silencio desde los 50 a través de personajes como Demetrio y José Onésimo que, como otros, se arrancaron de su ambiente por la llamada de la ciudad. Es un canto desesperanzado el de su alcaraván. Y a esos miles de Demetrios recuerda.El autor procura reparar con su novela ese exceso de periodismo superfluo de los medios -quizá por eso se les llama medios y no fines- que se quedan a las puertas de las historias que cuentan. Lo sabe por su experiencia en EFE en España y Argentina. «Los medios son caricatura de una realidad convertida en anécdota, sobre todo si tiene foto», apostilla. «Noticias que dejan oculta y sin posibilidad entender una sociedad compleja y desconocida», afirma.
Así que, contra el periodismo «sin hilo de análisis intemporal, de comunicación sintética, subjetiva e instantánea», Álvarez propone la literatura como medio para expresar la «aculturación, el desarraigo y la despoblación de un interior sometido a un saqueo de trascendencia histórica» que el autor asimila a una «peste negra propia del medioevo. No la que supone la muerte física, sino destierro de una cultura que saquea al humano para llenar de fuerza bruta las fábricas». Gentes que serán«carne de cañón para servir al desarrollismo». Álvarez habla de lo que no sale en los medios porque «es lo normal» de este sistema y no es noticia. Parece que diga: la realidad está al otro lado. También en la novela.