Por Tomás Alvarez
Podría hacer un canto a la tierra cepedana y a quienes la han glosado, hablando de belleza y maravillas, pero me voy a ceñir a la realidad, aunque sea dura.
…Y la realidad es que estamos ante una tierra pobre; morada de un pueblo sufrido y que ha sido ágrafo hasta el siglo XX; una sociedad campesina radicada en pequeños núcleos dependientes antaño de los señores, del marqués de Astorga y del obispado.
Es este un pueblo sufrido y silente. Prácticamente no ha habido escritos de cepedanos hasta el siglo XX.
En 2008 realizamos –desde la Asociación Cultural Rey Ordoño I- una exposición con las gentes de La Cepeda que han publicado algo. Llamamos a la muestra “La Biblioteca Cepedana”. Curiosamente, todos los escritores eran del siglo XX.
Voy a citar a los recogidos en aquella cita:
Cayetano Álvarez Bardón
Amando Álvarez
Ana María Álvarez Silván
Angel Francisco Casado
Angel González Álvarez
Antonio García Álvarez
Antonio Natal Álvarez
Armando Ramos García
Astor Brime (Generoso García Castrillo)
Emilio Redondo García
Eugenio de Nora
Francisco Blanco
Germán Suárez Blanco
Gregorio Natal
Gumersindo García Cabeza
José María Arias Cabezas
José María García Álvarez
Juan José Domínguez
Laurentino García García
Máximo Álvarez Rodríguez
Máximo Carracedo
Omar Alvarado
Segundo García Cabezas
Rafael Paz Fernández
Ricardo Magaz
Rogelio Blanco Martínez
Santiago Somoza
Tomás Álvarez
Y desde entonces han seguido apareciendo autores, tales como Ignacio Redondo, Abel Aparicio, etc. En el día de las letras cepedanas de este año, por ejemplo, estarán Mónica Calvo y Nicanor Blanco Omaña que se incorporan al listado.
Esto revela que aquella sequía de antaño ha terminado, aunque temo que la pléyade no sea sino el canto de cisne de una sociedad que grita para protestar del abandono y la aculturación.
¿Estamos ante un grito agónico? El tiempo lo dirá.
Como hasta el siglo XX no teníamos gente que escribiera, lo que conocemos son algunos legajos viejos, el catastro del marques de la Ensenada (siglo XVII) que era una encuesta fiscal… y poco más.
A veces tenemos referencias de algún viajero. George Borrow pasó por aquí vendiendo biblias y en Manzanal, donde se hospedó, preguntó al muchacho que atendía las caballerizas si sabía leer... este le respondió cáustico:
Si... igual que aquel caballo que ve usted.
La respuesta es una muestra de nuestra gente: cáustica, con sabiduría socrática y humor ácido: “sólo sé que no tengo nada”.
La respuesta del muchacho nos habla de una tierra dura en la que se erradicó la cultura. Y es también una tierra de donde se erradicó el patrimonio.
Se desmontó el monasterio de San Bartolomé del Cueto, se perdió el castillo de Quintana, se cayó la casa señorial de La Veguellina, se cae la casa señorial de los Condes de Catres en Benamarías, se perdió en siglo XX el monasterio románico de Montealegre. Se están perdiendo los canales y explotaciones de oro romanas, la vía romana Asturica-Flavionavia (Santianes de Pravia, Avilés), la vía de Santiago por Cerezal…
Ante la desidia de la administración, queda un territorio desintegrado, un paraíso con recursos naturales, agua y un magnifico ecosistema, poblado por lobos, águilas, urogallos y soledades.
Pero un también un “Molokai” sin comunicaciones. La Cepeda queda en línea recta entre León y Ponferrada; por aquí se entra en el Bierzo sin subir puerto alguno... pero las comunicaciones evitan la comarca dando un rodeo de 30 kilómetros...
En este panorama duro ¿Quiénes han sido los pintores y escritores que nos acercan con sus lienzos o folios a la descripción de la tierra y de sus gentes?
Dejo por sentado que el pintor es Benito Escarpizo. Es quien refleja vergeles y secarrales, humildes espadañas, ruinas, potros de herrar, frutas maduras y cielos azules tachonados de aves de alas estilizadas.
Es también el pintor de la matrona cepedana que hunde su azada y su cuerpo en la tierra; del hombre de negro portador de una temible guadaña…
Benito. Esta tierra te debe una inmensa gratitud, porque has dejado para siempre en tus cuadros la imagen del sufrimiento y el bodegón esplendoroso del vergel.
Pero centrémonos en la literatura.
En esta patria silente, el primero al que debemos citar es a Cayetano Bardón, personaje muy ligado a Quintana del Castillo, donde aprendió el habla de los cepedanos que luego utilizaría en los Cuentos en dialecto leonés, que vieron su primera edición en 1907.
La edición que ahora se conoce más fue recopilada posteriormente por Wenceslao Bardón, cura de este pueblo, Carneros y Cogorderos.
En su libro no sólo aparece en lenguaje de nuestros abuelos sino estampas que nos pintan aquel ambiente rural de penurias. Esas estampas ya están en el inicio, cuando habla de los rapaces de Los Barrios de Nistoso, rapados al cero para quitarles las liendres.
Ese mundo de austeridad, cuando no dureza, se halla en otras plumas. En mi caso, creo haberme acercado a él en el Canto del Alcaraván. Pero no quiero hablar de obras mías hoy ni voy a hacer un estudio exhaustivo en el que cabrían más autores.
Prefiero destacar dos obras. La primera de ellas es una novela corta escrita por Juanjo Domínguez, publicada por Endymion, en 1999, cuando el autor andaba con sus 30 años recién cumplidos: Sombras de La Cepeda.
Lenguaje fresco, ágil, directo para describir una historia dura de una tierra dura.
El territorio vuelve a ser Los Barrios de Nistoso, el protagonista un niño sufriente hijo de un huido de la Guerra Civil…excelente obra que refleja un paisaje y una época en la que las sombras dominan la Sierra.
En Los Barrios encontramos amor y dolor, y un muchacho que roba tocino en la casa vecina porque le duele el cuerpo por el hambre, y que conoce las debilidades de su propia madre, amancebada por con el cura, para remediar la absoluta necesidad.
La otra obra que quiero destacar es Dismundo, de Rogelio Blanco. Una colección de relatos ocurridos en un territorio (Dismundo) que no es otro que el de la infancia del autor.
Tampoco es esta una obra menor, porque retrata a las gentes de una sociedad dura y entrañable. Mundo de pobreza, de miseria, de sacrificios, pero también de grandeza.
Dismundo es sociología de la pobreza y arqueología del alma, del alma de los sufrientes que parirán los proletarios de la globalización.
El Dismundo de Rogelio nos lleva a una aldea precapitalista, donde el hombre planta los huesos de las cerezas que roba para tener un árbol, hace con sus manos los aperos, cose la carne de un perro herido o busca en el monte las piedras para construir los pesebres.
Dismundo es un lugar donde existe una intensa vida en común, en la que los vecinos se reconocen por la forma de colocarse la boina o -con perdón- por el tamaño de sus defecaciones... un mundo donde no hay secreto que no acabe siendo descubierto... hasta por el tonto del pueblo.
Dismundo es tierra de miseria, pero compartida. El individuo de estos confines de la civilidad habita en un todo integrado con el resto del vecindario y la naturaleza; con un arraigo y unos valores sociales en los que está la compasión y la solidaridad.
Rogelio, como muchos de vosotros, como yo, estamos a caballo entre el hombre globalizado y el de la Edad de Piedra.
Hemos afilado las guadañas con la piedra arenisca y hemos trillado las mieses con lajas de sílex. Hemos visto al herrero hacer azadas y cuchillos, y hemos habitado un mundo autárquico, más cercano a la ruralidad de la Edad Media que a las Tecnologías de la Información.
Rogelio escribe además desde la extremadura de la comarca, donde se mueren los cultivos en el estío cuando muere el agua del río Barbadiel, y donde el único recurso para saciar el hambre parecía ser la huida para servir de criado en otros pueblos o en las casas burguesas de la ciudad.
Mas, pese a la aspereza, la desintegración y la desmemoria, hay en las descripciones amor, ternura, belleza y lirismo y sobre todo hay un extraordinario ejercicio de “salvación de la memoria”.
En estas obras citadas hay una pléyade de retratos de gran calidad. Maestras, curas, mineros, agricultores, guardias civiles, y niños ladrones por necesidad…
Sí. Merece la pena acercarse a estas páginas.
Pero no quiero cerrar esta intervención sin hablar del gran paisajista. Y este no es otro que Eugenio de Nora.
Nora es un gran poeta de lo social, del amor y del paisaje.
El hecho de haber vivido gran parte de su vida fuera de España ha hecho que se le conozca sólo fragmentariamente. El tiempo lo acabará llevando a la palestra de los grandes autores.
Pero hoy sólo quiero hablar del Nora paisajista.
El mundo-paraíso de Nora era pequeño. Se reducía a un triángulo formado por tres puntos: Zacos, Villamejil y Vega. En Zacos estaban sus padres, en Villamejil los abuelos y en Vega los tíos. Cuando él habla de paisajes habla de este mundo, de estos ríos, de estas tierras verdes y secas, de luz purísima.
Todos conocéis la poesía que dice
Recordaré primero
lo que mis ojos vieron en la aurora:
un cielo azul y un río profundo
pasando arriba, abajo, como horas
de la vida serena de la tierra
en medio, quieta y sola.
Eran verdes los prados;
con rocío las manos misteriosas
del alba, y las montañas
con un azul de música remota
vibrando en el extremo
de la luz; era toda
la hierba en flor para los pies desnudos
de un niño sin memoria.
El vio los dulces tallos del trigo
abrir la tierra silenciosa (….)
Sintió el agua desnuda,
Nora reflejará estos paisajes de su infancia hasta cuando habla de amor. En Carmen de la riqueza dice:
Yo, muchacho aldeano, regresando
por mis años de fresca y verde senda,
traigo, para tu tiempo, la alegría
de aquella inagotable primavera.
Para tu boca traigo la caricia
de tantas flores de color que sueña;
para tus ojos en los que oscurece,
la estrella de la tarde triste y bella.
Traigo la voz del agua que ha pasado
en el silencio tibio de la hierba;
te traigo el cielo, corazón sonoro
con álamos de música y ribera.
Abre tu alma. Mira el valle inmenso.
Nos ha correspondido esta riqueza.
es todo tuyo: el borde de la dicha
va más allá del tiempo y de la tierra.
Me encanta la sensación casi panteísta de plenitud, de comunión con el paisaje, con el universo.
Pero ese paisaje está también en los momentos de dolor, en la poesía en la que reflexiona sobre una España ensangrentada.
El poema Patria comienza así:
La tierra, yo la tengo sobre la sangre escrita.
Un día fue alegre y bella como un cielo encantado
para mi alma de niño. Oh tierra sin pecado,
sobre cuyo silencio sólo la paz gravita.
Pocos renglones más adelante contrapondrá:
Fui despertado a tiros de la infancia más pura
por hombres que en España se daban a la muerte
En la evocación, en el amor, en el dolor… Siempre estará en Nora la referencia a esa tierra Madre, en la que se hallan las praderas, el agua, el cauce del rio, donde se reflejan las trémulas hojas de los árboles (estrellas de plata) y las nubes viajeras. Un paisaje de río, álamos y agua, un paisaje primaveral que describe con una paleta impresionista:
Los álamos
-con estrellas de plata en su ramaje nuevo-
rumorean, mecidos;
están jugando con el viento.
¡Oh sonrisa del cielo!
Y en el río se tienden, ondulan, se dilatan,
se enredan con el agua.
Y en el fondo, la copa,
sostiene nubes blancas
que en el agua se pierden...
Un inmenso afecto a esta tierra teñirá siempre sus palabras. Nora ama al valle y también al sediento secano.
En Viñas sedientas, describe los viñedos que tenía que cruzar entre Zacos y Villamejil cuando iba a ver a sus abuelos. Contrapone a la sequedad el milagro jugoso de las uvas y sentencia:
Mucho amo,
con mi ternura antigua,
esta tierra tan seca: limpia y áspera,
y humilde como el alma,
¡Tierra mía del anhelo!
(Cuando participé en la creación de la “Puerta de la Cepeda” en Astorga encargué que se pusiera esta declaración de amor grabada en el metal)
Así pues –amigos- pese a estar en una tierra dura y humilde como el alma, alegrémonos.
Tenemos magníficos pintores –de pincel y de pluma- que retratan en lienzos, novelas y poemarios nuestro mundo, nuestras gentes y nuestros paisajes. Honor a ellos.