La literatura de la peregrinación es inmensamente rica, porque han sido muchos los relatores que describieron sus experiencias a lo largo de los miles de kilómetros del recorrido. Y son muchos los que han escrito páginas extraordinarias sobre su paso por tierras leonesas.
A través de los escritos de los grandes viajeros, podemos detectar la fascinación que en ellos ejerció la contemplación de los paisajes, del arte, de la música, la hospitalidad o el descubrimiento de los nuevos alimentos durante su avance por territorios para ellos desconocidos.
En los momentos más duros de la Pandemia, una de las actividades con las que entretuve el tiempo fue la relectura de grandes textos de viajes. En aquellos días en los que no se nos permitía marchar más allá de los límites del jardín de casa, cualquiera de nosotros podía surcar el espumoso mar Egeo y alcanzar hasta la ciudad de los feacios, de la mano de Homero, o marchar al espacio estelar en compañía de Julio Verne.
En aquellas relecturas, me centré especialmente en la amplia colección de relatos de los grandes viajeros que han llegado a lo largo de los siglos hasta Compostela. Al igual que había hecho años antes con la novela del Quijote, fui tomando nota del contenido gastronómico de los textos, para hilvanar un análisis global. ¿Por qué lo hice? Tal vez porque en la novela cervantina descubrí deliciosas escenas en la que se habla a la par de las comidas y del mundo de la peregrinación.
De la revisión de textos odepóricos salió el libro “Pucheros y zurrones. La gastronomía del Camino de Santiago” que presenté por primera vez en León hace algo así como medio año, y donde se apunta la inmensa riqueza gastronómica que atesora el territorio leonés…
A lo largo de los siglos, los peregrinos dejaron constancia de la variedad de la cocina leonesa y describieron encuentros gastronómicos por toda la provincia, con condumios humildes, como un simple cocido de nabos o las sopas de ajo, a veces engrandecidas con unos huevos. No faltan en esas páginas las extraordinarias referencias a los platos de pescado: truchas, sardinas, salmón, bacalao; elogios generales para los cocidos, desde los de los benedictinos de Sahagún a la casa del párroco de Riego de Ambrós; elogios al vino, especialmente al blanco, y palabras magníficas para loar la generosidad de los habitantes del territorio.
Comidas para todo los gustos… y bolsillos
En los documentos que dejaron escritos los propios viajeros hallamos de todo: viajes austeros de vino y pan; cenas miserables de pan untado con ajo y descansos nocturnos sobre un suelo de tierra, duro y frío, con sólo unas pajas como colchón. Y junto a la austeridad obligada, la riqueza de los magnates, el derroche de las mesas de los palacios, y la gula reinando en los refectorios de los conventos.
Desde luego, en la ruta compostelana eran mayoría los caminantes humildes que a veces salían de casa sin una moneda en el bolsillo. A estos sólo les quedaba el recurso de la mendicidad… o proveerse en el campo con lo que hallaran.
Lo esencial en el viaje era el vino y el pan. Los textos más antiguos advertían, una y otra vez, que era necesario evitar el agua, porque en ella estaban las bacterias, las infecciones, en tanto que el vino, merced a su contenido de alcohol, resultaba más salutífero.
En el inicio de la primera guía escrita para los peregrinos, la de Hermann Künig von Vach (siglo XV), este dice que quiere “orientar al viajero para comer y beber”… A partir de ese momento, para anunciar que en alguna población le tratarán bien, advierte de que en ella le proporcionarán vino y pan.
Respecto al pan hay que apuntar que sólo en contadas ocasiones era de trigo. En gran parte de Europa lo habitual era el de centeno. Pero ahí radicaba otro peligro. En los climas fríos y húmedos, las espigas de centeno llevaban habitualmente unos granos deformes y negros, el cornezuelo, un hongo parasito y venenoso, claviceps purpurea. Durante toda la Edad Media murieron cientos de miles de personas por el consumo de pan con restos de cornezuelo. Era el ergotismo o mal de los ardientes. Incluso se creó una orden religiosa –los antonianos- que atendía a los afectados por esta auténtica plaga medieval. De los antonianos era, por ejemplo, el convento de San Antón, que está –en ruinas- en las afueras de Castrojeríz.
Aparte del pan de trigo y de centeno, el viajero también consumió en su marcha pan de otras clases; el de alforfón, planta conocida como trigo sarraceno, o el de maíz, que en Galicia denominaban hace siglos como trigo de India. Además, en los tiempos de hambruna se falsificaba el pan con otros productos, con leguminosas y hasta con serrín.
En las crónicas hallamos panes de diversas formas y calidades, desde los suaves panes de Francia a los grisini del norte de Italia o las empanadas de lampreas de Lugo; aunque los mayores elogios se dedicaron a los panes de trigo de Castilla.
Por campos, hospitales y palacios
Las marchas de los viajeros solían ser largas y duras. El Camino era de ida y vuelta, siempre. Y solía hacerse por itinerarios diferentes, para ver más mundo… y más reliquias. En algunos casos, los viajeros hicieron periplos novelescos. El del obispo armenio Martiros de Arzendjan fue uno de los más llamativos. Viajó desde 1489 a 1496, por todo Occidente, recorriendo como mínimo 18.000 kilómetros, en un difícil itinerario. La desazón por la extenuante marcha fue tal que al final del relato escribió: “fue un viaje lleno de infortunios tales que hubiera preferido sufrir más bien la muerte que padecer tales peligros”.
Es fama que en diversos centros –tales como Roncesvalles o el Hospital del Rey (Burgos) se atendía al viajero con magnificencia. Pero en los pobres núcleos rurales de gran parte del recorrido el campesino apenas podía dar – con sacrificio- un mendrugo de pan al mendicante.
En la mayoría de los hospitales no se ofrecía sino un lecho para dormir. En ocasiones, el lugar resultaba tan inhóspito que el viajero, si podía hacerlo, optaba por alojarse en algún pajar, tal como relató el peregrino italiano Nicola Albani, en su extraordinario escrito “Viaje desde Nápoles a Santiago de Galicia”.
En la literatura santiagueña hay un pueblo leonés de una caridad encomiable: San Martín del Camino. Era un lugar pobre (aún no habían llegado los canales del Órbigo) pero al viajero se le daban productos para hacerse al menos unas sopas.
En la antigüedad, el territorio era sobre todo rural. Las ciudades eran pequeñas y las aldeas de escaso tamaño también. En la dura marcha, el viajero aprovechaba lo que hallaba a la vera del Camino: verduras como el diente de león, rúcula, verdolaga; frutos como los endrinos, majuelos, las bellotas o las setas; aves, liebres o peces. En el relato del clérigo de Bolonia Demenico Laffi, se observa cómo él y su compañero capturan un montón de percas en un pueblo de Gascuña, peces que luego una mujer se negó a cocinar porque allí nunca habían comido de “aquello”. Hay que decir que a nosotros nos parece ahora extraño, pero las gentes caritativas solían permitir que el peregrino cocinase en su casa lo que había recogido, por campos o lugares.
Las setas o los endrinos del monte eran de quien los hallaba en el camino, pero no ocurría lo mismo con el producto de las fincas. En ellas, viajeros como el francés Guillaume Manier, buscaban uvas, tras la vendimia, nabos, higos o habas verdes… También hubo quien cosechó en ellas alguna paliza, como la que narra el peregrino Nicola Albani, sorprendido por dos campesinos cuando llenaba de uvas su sombrero, en una viña de Medinaceli (Soria)
Hay muchos relatos de viaje; alguno de ellos riquísimos en materia gastronómica. Entre ellos destaca un trío de libros italianos, de Domenico Laffi, Giacomo Antonio Naia, y Nicola Albani. El primero fue a Santiago en el siglo XVII y los dos siguientes en el XVIII. Sus textos son extraordinarios… pero hay muchos otros viajeros de un montón de nacionalidades que nos han dejado excelentes textos en la materia.
Entre la gula y el hambre
En el Camino no sobraba nada, aunque la atención era desigual. En los ricos monasterios solía haber siempre algo de comer y un poco de vino, pero en medios rurales, el viajero detectaba la pobreza de los lugares. Contento debía quedar con recibir un mendrugo de pan.
Hubo hambre en el Camino, porque esta fue en algunos momentos general en gran parte de Europa. Es famosa la llamada “Gran hambruna”, en el primer tercio del siglo XIV, que llevó a la tumba a casi un quinto de la población de Europa. Fue un tiempo en el que retornó incluso el canibalismo. En los años de la Gran hambruna, hubo muchas lluvias y frío, y no llegaron a recogerse las cosechas. Carentes de todo, muchísimos viajeros se lanzaron en busca de la caridad por los caminos. Por suerte para ellos, los territorios del sur de Europa, con climatología más cálida, sufrieron menos y en ellos millares de hambrientos hallaron consuelo.
Y también había harturas, por supuesto. Hubo centros famosos por su generosidad. Tal vez a la cabeza de todos ellos están los de Roncesvalles y el Hospital del Rey de Burgos… pero en la literatura de viaje hay abundantes y magníficas citas de generosos huéspedes con el peregrino.
Entre los gurmets más destacados están los sacerdotes de los pueblos, de los que habla mucho Giacomo Antonio Naia en su relato. Valga como ejemplo la cena que le ofreció el cura de Finisterre. El menú que cita el peregrino italiano estaba organizado así: primero una sartén grande de hígados de pez lobo frescos muy grasos, y bien condimentados, con sus cítricos; luego un centollo como una gran pelota de juego, tan grande que el peregrino nunca había visto otro igual, bien sazonado con su fruta cítrica. En otro plato se sirvieron las patas del gran cangrejo, grandes y llenas de pulpa; luego un plato de sabrosas sardinas frescas, y detrás los postres. Todo con pan muy bueno y vino sazonado con canela.
Aunque en el texto de Naia aún sorprenden más algunos de los opulentos banquetes conventuales. Tal vez el más llamativo fue el que disfrutó en Basignano (Italia), en compañía de veinte comensales. Así fue el menú:
Dos tipos de entremeses, salami y fritos; sopa de callos; ternera cocida y estofada; ensalada de truchas y alcaparras; carne mechada exquisita, una pieza para cuatro; pollo estofado para cada uno; un pescado asado y relleno, de 20 libras de peso; lomo de ternera asada, una pieza para cada cuatro; varias clases de frutas; surtido de dulces, y queso parmesano. En materia de vinos, blanco y tinto enfriado en nieve.
…Y al acabar, dos monjes con violines y el propio peregrino con su guitarra siguieron la fiesta. El colectivo se lo pasó en grande, y los frailes le pidieron a Naia que se quedara a residir allí, con ellos, o por lo menos, que se afincara en el convento a la vuelta de Compostela.
Y con los obispos.
Si el humilde caminante pudo pasar penurias, no solía ocurrir lo mismo con los grandes mandatarios, que eran afablemente invitados a las mesas del rey, nobles y obispos.
Los menús de las casas de los grandes mandatarios no tenían nada que ver con el humilde yantar del peregrino común. En ellos aparecen incluso los músicos y bailarines amenizando los convites, y los suntuosos dones de hospitalidad. En 1668, Cosme III de Médici viajó a Santiago, pasando antes por Madrid, donde el rey de España le obsequió con dos baúles grandes cubiertos de baqueta roja y con clavos de plata y por dentro forrados de raso rojo. Uno estaba lleno de chocolate, y el otro llevaba, en varios compartimentos, el servicio de plata para tomar la bebida.
No iban a la zaga los obispos. Cuando el mandatario florentino llegó a Galicia, el arzobispo de Santiago le envió cuatro cajas de jamones, mermeladas y frutas en almíbar, varios lenguados y veinte cubos de ostras.
Un peregrino con más ironía que devoción fue Diego Torres Villarroel. Él –ya famoso- describió con versos aduladores la acogida que recibió de los obispos de Tuy y de Santiago de Compostela. Al último lo llegó a comparar con el Sumo Pontífice, en tanto que tras la acogida del primero escribió:
Comido para tres días,
salí de aquesta morada (Tuy),
porque en ella entré Quijote,
pero salí Sancho Panza.
salí de aquesta morada (Tuy),
porque en ella entré Quijote,
pero salí Sancho Panza.
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