Las áreas rurales españolas de las décadas de los 50 y 60 se caracterizaban, entre otras cosas, por el ambiente sórdido y quieto, con una población temerosa y acrítica. Parte de estas calificaciones las compartían el resto de la población hispánica, mas se acentuaba en las áreas rurales y, máxime, si éstas estaban conformadas por pequeñas aldeas aisladas, como sucedía en el noroeste español.
Estos pequeños núcleos poblacionales, alejados de una gran ciudad y semi-autarquicas, tampoco posteriormente recibieron los efectos innovadores del desarrollismo y los provocados por el turismo; permanecieron décadas posteriores compartiendo un historia de imagen fija que los ha conducido a iniciar el siglo XXI, si no llega algún cambio no llega, a la posibilidad de recorrerlo con escasa fortaleza.
En estos ámbitos, a los que el desarrollo agregó despoblación, se sitúa la novela de Tomás Álvarez: Cantos del alcaraván.
Tomás Álvarez, periodista y leonés, originario de una de estas poblaciones (Villamegil) ubicada en una de las regiones que comparte lo descrito, La Cepeda, desde el escenario de la aldea narrativa de Villagrande marcada las idas y regresos de dos oriundos, Onésimo y Demetrio, quienes ven fenecer su pueblo natal al ritmo de la campana que aventa encordes de difuntos en cada entierro y que raramente convoca a bautizos.
La escasez y la necesidad, más el afán de prosperar y de huir del tedio de la aldea los conduce a emigrar; mas si la patria de la infancia es la definitiva, no pueden cejar de volver su mirada a Villagrande aunque sea para contemplar la decadencia, la despoblación, el agotamiento económico y cultural, la pérdida de la identidad, etc.
La escuela se ha cerrado, las vetustas instituciones (por ejemplo, el concejo) languidecen; sus gentes mueren; Villagrande decae. Los protagonistas uno prospera económicamente; el otro, no; pero juntos contemplan la decrepitud de su pueblo y de sus gentes.
Con este escenario, el autor, conocedor directo del mismo, trata de finalizar un relato delatador de esa realidad, denunciador de la parsimonia institucional ineficaz que no hace nada para sostener una cultura milenaria y macerada durante siglos y apostar por la posibilidad que aún encierran estas regiones de hombres curtidos y las tierras que tantas bocas saciaron.
Los cantos del alcaraván, su segunda novela después de El búcaro de azucenas, también ubicada en tierras leonesas, es una protesta frente al desarrollismo desmesurado e incontrolado que alzó unas zonas y pauperizó otras sin piedad. Y en las zonas perdedoras, las rurales compuestas por pequeñas aldeas y minifundios, también se troquelan ilusiones que exigen con-templarlas (estudiarlas sin apasionamiento: templadamente; con los demás: con).
Tras esta temática fluye ágilmente un relato cargado de descripciones ajustadas que fácilmente ayudan a reconocer determinados topónimos, a la vez que los diálogos discurren entre las referencia a esa objetividad y las cargas sentimentales de los protagonistas. Estos, Onésimo y Demetrio, entre el triunfo o el fracaso, no superan la infancia perdida; o más bien la pérdida de las raices ancestrales. Tanta pérdida les conduce al desarraigo, al desamor, a la patente decadencia que se prolonga de la aldea a sus vidas.
Añoranza y melancolía, pérdida de identidad y desorientación se funden en un relato llevado grácilmente en el que el lector, máxime si conecta con el ambiente que sostiene en la novela, queda amarrado hasta el final. Una novela que si fuera necesario definir es social y crítica, cargada por la denuncia realizada desde la honestidad del autor, quien se siente atrapado por lo que vivió y no puede evitar ponerlo de manifiesto: Su protesta es por la pérdida de una cultura material: la cultura de nuestras pequeñas aldeas, un modus vivendi aparentemente ya agostado, aunque no agotado, pues rizomas milenarios fluyen cargados de savia ancestral que sólo esperan que alguien los avive.