Visiones de Salzburgo

Alejados de la obsesión medieval por la muerte y la salvación, religiosos y nobles de Salzburgo participaron en un gusto por la voluptuosidad de la vida, más cercano a Baco que Cristo.

Por Tomás Alvarez

Las ciudades, como las naciones o los mismos individuos, tienen un principio y -aunque a veces nos parezca imposible- un fin. Pero entre su origen y su ocaso despliegan sobre el paisaje un sinfín creaciones -templos, jardines, castillos, palacios o chabolas- mostrando a través de ellas las características propias de la sociedad, con sus historias, ideologías, comercios, riquezas y vocaciones.

Como resultado de todos sus elementos y de su entorno, la ciudad adquiere un espíritu específico que trasciende las limitaciones físicas para generar al viajero una emoción determinada y revelarle su forma colectiva de ser y sentir.

Salzburgo nos revela un mundo que aúna historia, cultura y belleza. Y es especialmente meritorio el hecho de que esta ciudad haya sido capaz de mantener su identidad, porque a lo largo del tiempo ha sufrido notables bandazos.

Las viejas raíces

El pasado ha sido a la vez pródigo y cruel con esta pequeña ciudad, nacida en los albores de la historia, primer municipio romano al norte de los Alpes, durante el mandato del emperador Claudio; devastada en la guerra con los marcomanos y afectada luego por una decadencia progresiva.

Conquistada por la tribu de los bávaros, en torno al año 700 inició una recuperación, amparada por su cualidad episcopal. Allí se estableció Ruperto, obispo francorenano, quien fundó los conventos de San Pedro y Nonnberg.

Renació la urbe al amparo de la jerarquía religiosa. Salzburgo llegó a ser arzobispado y el titular de éste pasó a ser príncipe del imperio germano.

Su ubicación le permitió cierto desarrollo comercial, puente entre Alemania e Italia. Pero padeció por las luchas entre papado e imperio, luchas que incluso propiciaron, en el siglo XII, una destrucción general, realizada por los partidarios del emperador Barbarroja.

Bajo el creciente poder de la iglesia, Salzburgo remprendió un desarrollo empañado por las turbulencias de la Reforma o las revueltas campesinas.

La opulencia de la Iglesia

Los siglos XVII y XVIII quedaron marcados por la opulencia de la iglesia. Son los que han dado un carácter indeleble a esta población austriaca.

El incendio de 1598, que destrozó excelentes partes del centro urbano, fue clave. El arzobispo Wolf Diectrich von Raitenau, emparentado con el Papa Pío IV, ordenó demoler la zona afectada, catedral incluida, y creó la nueva estructura urbana, con las inmensas plazas que la caracterizan.

Vincenzo Scamozzi, heredero de la obra de Palladio, fue quien diseñó el plano, poniendo de manifiesto su visión renacentista de la ciudad.

La ciudad medieval se apiñaba en torno a las rúas. Por ellas fluía el ir y venir de guerreros, peregrinos o comerciantes. En torno a ellas se edificaban las casas, más o menos dignas. La nueva urbe adquiría un sello propio en medio del paisaje; era una magnífica escenografía. Salzburgo, por obra de Scamozzi, pasaría a ser una ciudad de plazas.

La calle medieval era absolutamente funcional: era la arteria por donde corría la sangre de la ciudad, que es el hombre. La plaza que aportó Scamozzi fue algo distinto. Dejó a un lado el utilitarismo de la calle y se transformó en un gran espacio inútil, que sirvió para realzar el rostro de la arquitectura, las casas palaciegas, los teatros, iglesias y catedrales.

Las plazas de Scamozzi serían el marco ideal para exhibir en ellas, a continuación, la orgía barroca del poder de la iglesia y el patriciado urbano.

Baluarte católico al norte de los Alpes, en medio de territorios poderosos, Salzburgo creció con el espíritu de la Contrarreforma, realzando la preminencia de Dios mediante las obras llevadas a cabo por Sentino Solari, Fischer von Erlach y Lucas von Hildebrant, todos, curiosamente, íntimamente ligados al arte italiano.

Fischer von Erlach, discípulo de Carlo Fontana, fue uno de los grandes arquitectos del XVII, de importancia notable en el entorno romano. A través de él se expandió el academicismo barroco a Centroeuropa. Nacido cerca de Graz, en 1656, Johan Bernhard Fisher von Erlach permaneció 15 años en Italia. A su vuelta a Viena fue nombrado arquitecto de la corte, en 1704. Dejó en Salzburgo su huella en iglesias, palacios y jardines.

Lucas von Hildebrandt, originario de Génova, más joven que von Erlach, pero también influido por Fontana, sucedió al anterior como arquitecto de la corte vienesa. También dejó obra en Salzburgo.

Fue así como en poco más de un siglo surgieron la catedral; las grandes iglesias barrocas; los palacios de Hellbrunn, Klesheim, Mirabell, Leopoldskon, y la Residencia.

La jerarquía eclesiástica local, cercana a los países protestantes, marcó en su gran obra el distintivo de la primacía de Dios y del catolicismo.

Venus y Baco

Sin embargo, alejados de la obsesión medieval por la muerte y la salvación, religiosos y nobles de Salzburgo participaron en un gusto por la voluptuosidad de la vida, puesto de manifiesto en jardines, fuentes y palacios, en los que está más cercano Baco que Cristo.

Nueva y pequeña Roma al norte de los Alpes, Salzburgo buscó un hedonismo de festines, gracias y bacantes, y transformó el coro de monjes en música de Mozart.

Y en medio de un ejercicio de travestismo cultural, la ciudad se vio sometida a una vorágine de cambios políticos que merece la pena enumerar:

En 1803, por efecto de la nueva estructura europea de poder, se secularizó el principado arzobispal de Salzburgo y pasó al archiduque Fernando, hermano del emperador José II, que acababa de ser destronado en Toscana.

En este inicio del siglo XIX continuó viviendo la ciudad en medio de una tormenta política que la acabaría relegando a un ámbito provinciano. En 1805, pasó Salzburgo al dominio de Austria; en 1809 a Francia; en 1810 a Baviera, y en 1816 volvió a Austria.

Desprovisto del poder tradicional de referencia, la corte eclesiástica; cerrada la universidad; apagado el brillo económico, Salzburgo se transformó en una urbe provinciana decadente, y en las plazas amplias diseñadas en el final del XVI creció la malahierba.

Viajeros y pintores románticos dejaron constancia de aquella población apagada, con poco más de 10.000 habitantes, recluida dentro de un recinto de murallas que pervivió hasta el final del siglo XIX.

El siglo XX resultaría más amable, salvo en los momentos de las grandes guerras. La urbe recuperó su vocación musical amparada en los festivales y también su espíritu cultural merced a la universidad.

Hoy, pasear por Salzburgo es encontrar su vocación y su historia.

Dos atalayas

El mirador más elevado de la ciudad, con 120 metros de altura sobre el entramado urbano, es la fortaleza de Hohensalzburgo, la sólida y alargada construcción, dominadora, que representa el dominio civil de los príncipes-arzobispos.

Pero para comprender a Salzburgo en su totalidad, es mejor subir al campanario de la iglesia de Mülln, obra tardogótica que se ubica al este de la ciudad, cercana al río Salzach. Desde allí se divisa la ciudad como un todo.

A la izquierda aparece el entorno del palacio de Mirabell con sus jardines; en el centro, el Salzach, de corriente azulada y vigorosa, describe una ese abrazando el lado occidental de la ciudad. En medio de ella emergen filigranas barrocas de la catedral y las grandes iglesias. Y arriba, coronando el roquedo, aparece el castillo de Hohensalzburgo, dominador.

Iglesias y castillo integran una escenografía blanca y poderosa que resalta en el paisaje de tonos verdes y azules. Pese a la disparidad de tonos hay armonía. Por suerte, ni un edificio moderno ha arruinado esta sinfonía de belleza.

Desde las atalayas, la imagen total exhibe la huella de los siglos de poder. Pero cuando el viajero baja a las calles y plazas encuentra una multiplicidad de sensaciones: sabor a tiempo, cultura y música.

El paseante denota el vigor de la historia en los palacios, en los jardines y hasta en el cementerio de San Pedro, aferrado a la roca, sobre los restos romanos de la vieja Juvajum, arruinada por Atila en el siglo V, donde las sencillas cruces de hierro, primorosamente doradas, aúnan barroquismo y simplicidad.

…Y notará el vigor de la música en el Festival, que convierte a Salzburgo en capital mundial de la Música durante julio y agosto; en las actuaciones de los artistas ambulantes que hacen sonar flautas o arpas en los grandes espacios, y hasta en las confiterías, donde el rostro de Mozart envuelve la redondez oscura de los bombones.

Y si el viajero quiere encontrar a esa sociedad que también ama la vida, le sugiero que vaya al atardecer al entorno de Mülln, al viejo convento, transformado ahora en bulliciosa cervecería, donde se encontrará a una gente sencilla con ganas de vivir y disfrutar.

Salzburgo bien merece el viaje

Enlaces de guiarte.com para acercarse a Salzburgo:

La Guía de Salzburgo

El texto de Visiones de Salzburgo